PHANTASME (TRANSCRIPCIÓN DE UN ENCUENTRO), 2015 - FANNY PIRELA SOJO  /   WP/FANNY PIRELA SOJO


Lo primero que sorprende es su elección (si coincide usted con que ha elegido) de conjurar el amor desde eso que llama "el mal lugar".
Para que una cosa sea sabida, es necesario que sea dicha. El lenguaje es el único lugar que se puede permitir enunciar un no-lenguaje. Y aún cuando esta mera enunciación implique ya una traición, no puedo más que llevarla a cabo. Sé, sin embargo, que decir que digo es excesivo: sobre esta materia no puede decirse. No es que nada pueda decirse (la adjetivación desmedida de la que he hablado largamente demuestra que sí, y mucho), sino que no hay desciframiento deseable, no hay desciframiento posible. Pero, como habrá advertido, tengo especial devoción por la imposibilidad: aún sabiéndome ante lo indecible, no puedo dejar de decirlo…
 
¿Por qué?
Haría usted bien en suponer que esa pregunta está fuera de mí. No soy nihilista: no me planteo la cuestión de los fines. El único "valor superior" que tengo es mi amor. Más allá del reproche de la no coincidencia -cuyo lugar quiero siempre abandonar- mi pregunta jamás es "por qué" (salvo que me pregunte por qué durar es mejor que arder). Retomando lo que le decía: no puedo dejar de decir lo indecible. Se trata, sin embargo, de un decir extraño, un decir que no expresa y no piensa (o que, al menos, no quiere la expresión y no quiere el pensamiento), pues pensar es hacer aparecer olvidando y reduciendo -Nietzsche dixit- y expresar, una ruinosa pretensión de significar el deseo. O quizás se trata de un decir que, no sabiendo querer sino esas dos experiencias, busca querer alguna otra (¿la del éxtasis, quizás?) A esto puede llamarle, si gusta, una pulsión de lenguaje; no es mi intención negarla (porque qué otra cosa soy, sino humano, y además hay quien dice que ya he muerto), pero es también una pulsión de expresión, de creación. Para acometer la tarea debo, entonces, o engañarme sobre los efectos del lenguaje, o bien hacer un lenguaje de lo imaginario, activo, no metafórico, sin hendidura significante, un lenguaje Dionisos, un lenguaje te-amo (Te-amo no compete ni a la lingüística ni a la semiología, sino a la Música).
 
Sin embargo lo titula discurso…
Los demonios, sobre todo si son de lenguaje (¿y de qué otra cosa serían?), se combaten por el lenguaje.
Fantaseo con refundar el mito del Ave Fénix: me pregunto si puedo, a través del amor, renacer sin morir, acceder a una lógica de múltiples absolutos, al instante musical del sonido sin memoria. Hablar amorosamente es desvivirse sin término. No es éste un discurso sobre el amor, c'est un discours amoureux: un discurso enamorado (aunque la propia fatalidad de la escritura impida nombrarlo de ese modo). No se trata del expediente de una abstracción de(s)preciativa sin sujeto (una filosofía, una ciencia, una doxa), sino de una alocución: hay alguien en el texto. El amor no es dialéctico ni reformista, sino mudo: sólo la poesía lo hace hablar.
 
El problema es que al mismo tiempo quiere comprender…
Es una forma de decirlo; yo prefiero la palabra "discurrir". Si quiere la verdad, lo cual es de entrada querer lo imposible (pero ya le dije que soy particularmente vulnerable a esa materia), conozco bien la falta de propósito de mi aventura. Si alguna debilidad puede reprocharse a mi empeño es, de hecho, que esa falta de propósito devenga en sí misma un propósito, que el deseo de probar su no-propósito sea ya su empresa. Pero, muy lejos de eso, aunque no cese de afirmar que declararse enamorado es obsceno, transgresor, soberano y libertario (ante la moralina que hoy condena la sentimentalidad), no es mi ánimo la prueba; lo que me mueve es el mero gozo de la travesía: el deber amoroso que no es deber reactivo (impuesto moral) sino energía, afirmación de mi fuerza vital. lo que me anima no es táctico: acepto y afirmo, desde fuera de lo verdadero y de lo falso. Me eximo de toda finalidad, me quiero atópico.
 
La atopía, situación inclasificable, incalificable, parece estar muy cerca de lo que suele llamarse locura.
Lo está, claro. Pero mientras pueda decirla, relatarla, interpretarla, razonarla, no se trata más que una simple e inofensiva escisión. Soy capaz de ver mi locura, codificarla y explicarla. Lo sobrenatural (lo sobrehumano), lo sagrado, me está negado, no puedo habitar aquel umbral, de modo que debo inventariarme, reducirme a la talla de la expectativa social -de un yo que domina y olvida mi especificidad, mi voluntad de poder- domesticarme (dar cuenta de ese yo doméstico), disminuirme a la prudencia, hacerme trivial.
 
¿La cordura se restablece, entonces, en el lenguaje? ¿Es la explicación (extracción del pliegue) de la locura lo que aniquila el delirio?
Así es. Desde que el juicio es la facultad de distinguir lo verdadero de lo falso, el lenguaje es el origen, el lugar natural del juicio. Perder el lenguaje es perder el juicio. La cordura adviene cuando lo inefable se aniquila, en el momento en que todo significa, en que todo "cobra sentido" y deviene decible. Cuando escucho al ser gregario que me exige hacerme sujeto hablante (no con cualquier habla: con el habla "razonable", propia del lenguaje), preciso vivir y hacer significativamente: escindir para siempre el signo. Mi locura, recuperada por la cultura, se hace pobre, incompleta, metafórica: inocua. Pero conociendo el estado amoroso que me hace adivinar que todo lo que significa impide el goce, puedo presentir (y desear) la cercanía del delirio.
 
Pero nunca desde la escritura…
Sé que escribir sobre algo es volverlo caduco, que el amor no puede alojarse en mi escritura, que no puedo escribirme. Pero puedo comenzar a escribir cuando me alejo del para qué y busco la utopía del lenguaje. Es una trampa, pero no ha sido puesta para mí: sabemos que está aquí desde el inicio de las eras, y no me queda más que ir a su encuentro si es que quiero vencerla. Necesito entrar a ella para poder huir de ella, para adivinar la potencia de lo imaginario, para hacer llamar al éxtasis desde un decir del exceso, del gozo: un decir ebrio, sin metáforas, sin metonimias, sin enunciados.
 
De modo que, arrastrado por la pulsión del signo, el poeta (que canta), discute con el filósofo (que enuncia).
No hablaría yo en esos términos. No hay sentido, no hay posibilidad ni apetito de agotarnos en la estrechez de una conclusión. ("El diálogo enamorado permaneció siempre alejado de la tragedia griega"). Podría consumar mi deseo sólo intercambiando lugares, sustituyéndonos mágicamente, como los vocablos de una lengua nueva y extraña, en la que sería absolutamente lícito emplear una palabra por otra. La pulsión que me lleva a decir te amo no es una pulsión de lenguaje, sino una compulsión de palabra que me hace acceder a otra lógica, otro tiempo, otro mundo, otra música: al sonido sin gramática. Quiero (queremos, lo sé) durar en un orgasmo perverso
 
De modo que ¿asistimos a un encuentro amoroso entre Barthes y Barthes…?
He de confesárselo. El esfuerzo por esquivar mi propio nombre sólo ha terminado por delatar a mi amante (el otro no desaparece jamás cuando y como se lo espera). Porque no me afirmo y me niego, sino que me afirmo y me desconozco, a la manera de todo sujeto amoroso. Insisto en que nada concede este encuentro (como ningún otro) a la síntesis biológica o al breviario dialéctico. Nada comprendo, no hay ser y apariencia, no hay conocimiento de compuertas y contraseñas, no hay "enigmática X de la cosa en sí". Quiero fatigar al lenguaje, alejarme de la interpretación, experimentar una fuga del juego de las máscaras, hacer de la conciencia una droga y acceder a la visión sin remanente de lo real, en un movimiento místico: el conocimiento del no conocimiento que burla, por fin, la muerte.
 
 

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Phantasmae (Transcripción de un encuentro)
2015
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